El 18 de mayo de 2011, Bill Keller, entonces director de The New York Times, publicó un artículo titulado “The Twitter Trap”
(“La trampa de Twitter”), homenaje melancólico a un mundo que se
esfuma: el de los diarios impresos y los libros de papel, el de la
lectura atenta y las conversaciones cara a cara. En los últimos
párrafos, Keller escribió: “hay una creciente cantidad de Casandras
digitales que están explorando lo que los nuevos medios hacen con
nuestro cerebro”, y citaba a la novelista Meg Wolitzer, cuyo último
libro afirma que las nuevas generaciones poseen “información, pero no
contexto”.
Todo gran cambio tecnológico y cultural, como los propiciados por la
invención de la escritura —hace más de seis mil anos— y por la expansión
de la imprenta de tipos móviles —siglo XV—, causa al mismo tiempo
entusiasmo y recelo. La intuición de que cada nueva herramienta da tanto
cuanto arrebata es una constante en la historia. Sócrates temía que la
escritura acabase con la memoria. Los elitistas en el amanecer de la
Edad Moderna recelaban de que la difusión generalizada de libros
condujese a la banalización de la cultura. "Amamos y odiamos a la vez
nuestras creaciones, de las que nos gusta desconfiar" escribió José Cervera en un ensayo en la revista Orsai.
La revolución que vivimos hoy, que supone la traducción de nuestro
acervo personal y social a código binario, ha desatado un debate
intenso, del que el artículo de Keller forma parte. Pero, ¿qué hay de
cierto en sus aventuradas afirmaciones? ¿Debe preocuparnos lo que los nuevos medios hacen con nuestro cerebro? ¿O es más correcto centrarse en lo que no cambian, en aquellos rasgos nocivos de la naturaleza humana de los que se aprovechan y que pueden reforzar?
Tomado de El País